lunes, 8 de noviembre de 2010

30 de diciembre de 1911


XII - 30 - 1911

Srita. Ana María Andrade
3ª. de Lisboa, número 44
Adorada prenda:

Creo haber vislumbrado ayer tu imagen querida. Me pareció que, a la luz hialina del crepúsculo y a través de la transparencia del cristal de tu ventana, distinguía la silueta de mis sueños, la forma corpórea y tangible de la felicidad, la encarnación terrestre de la dicha, de esa dicha que la especulación idealista de mis abstracciones me había conducido a situar en el cielo, hasta que fue llegado el momento en que mi corazón, revelándose a la lógica severa del raciocinio, proclamara la antítesis contundente que derribara el edificio esplendoroso de mis teorías, como derriba un soplo, por ligero que sea, el más complicado castillo de naipes que imaginarse pueda.

Yo siempre había profesado esta teoría de que el mundo es un semillero de almas sensibles, atraídas por esos dos polos imantados hacia los cuales tenderá eternamente el vuelo doloroso del espíritu humano: el Ideal y el amor. Sentía yo que hacia esas dos cimas consolatrices volarían siempre las almas puras: el amor y Dios. He ahí los que yo juzgaba y he juzgado siempre como los puntos, la palingenesia del Ideal. Fuera de ellos, no se encuentra nada, nada como no sea el fango de la vida, el spleen, el tedio, el fastidio.

Comprender el amor, tender hacia el Ideal. Ésa era, según mis especulaciones, el fin supremo del espíritu que siente que lo anima la chispa del pensamiento.

Creer y amar, he ahí lo único alto, lo único digno de la vida. Creer es una necesidad del espíritu, amar es una necesidad del corazón. Un alma sin Dios y un pecho sin amor, son templos vacíos, la negación, la soledad, la muerte.

Pero he aquí que a pesar mis teorías y de mis deseos de sentir, de querer, de transfigurarme en el divino templo del amor, mi corazón impertérrito veía desfilar el mundo y el tiempo sin alterar sus pulsaciones eurítmicas, sin emocionarse, sin amar… Yo mismo llegué a creer que era un cadáver o cuando menos un enfermo atacado de la tisis del indiferentismo más espantoso.

Entonces orienté todas mis energías en el camino del Ideal artístico. Quise cerciorarme de que podía creer, de que mi cuerpo encerraba algo más que un despejo, y traté de remontarme a las esferas del espíritu en donde brillan con luz meridiana las manifestaciones estéticas. A falta de las grandes obras, tenía los libros y en éstos fue en donde me precipité decidido a cerciorarme o a naufragar, a triunfar o a ser vencido: leí a Homero, ese grandísimo poeta niño que aparece cuando el mundo nace, ese pájaro que canta en la aurora de la civilización y que sabe (ilegible) el caos. Leí a Job, que comienza el drama hace cuarenta siglos, colocando a Jehová frente a Satanás y teniendo por escena un estercolero. Su obra me impresionó profundamente, porque Job es verdaderamente un vidente: el estercolero de Job, transfigurado, será el monte de la calavera de Jesús. Leí a Isaías, con su eterna protesta; a Ezequiel, el adivino salvaje; a Lucrecio, esa grandiosidad oscura; a Juan de Patmos en su sublime Apocalipsis; a Pablo, prodigio, a la vez divino y humano, de la conversión; a Dante Alighieri, que escribió la epopeya de los espectros; a Rabelais, el príncipe de la risa; a Cervantes, que introduce el sentido común montado en un asno… Y así hasta llegar al gran romántico de nuestra época, Víctor Hugo. Y después, como sintiendo el mismo vacío que ante la misma ausencia de bienestar que en vano perseguía, estudié el Renacimiento. Ese beso del cristianismo y el helenismo, en sus grandes figuras, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Rafael, el Tiziano, el Correggio, Bramante, Donatello, Benvenuto Cellini y sus precursores, como ese gran místico de la pintura que sólo tenía oro y azul en su paleta: Fray Angélico, y cuyas pinturas, más que pinturas eran verdaderos éxtasis. Admiré el Cristo del Montañés, Las Hilanderas de Velázquez, los Cristos de Rembrandt, las obras de Rubens, las vírgenes de Murillo. Traté de interpretar el libro de piedra, desde las pirámides hasta nuestras catedrales; bajé a las grutas de la Isla Elefante, visité pagodas y ciudades trogloditas, interrogué a las esfinges, visité Nínive, Éfeso, Delfos y Abdera, la tumba de san Gregorio, las escaleras de Benarés, las pagodas de Ceylán, minaretes, panteones y wigwams, los templos de Salomón, las bóvedas de (ilegible), parthenones, murallas chinas, etcétera. Cuanto se encuentra de notable en la Tierra, en materia de pintura, escultura y arquitectura. Empezaba a estudiar algo de teoría sobre la música, en mi afán insaciable de saber. Había conocido de nombre a Juan Sebastián Bach, a Haydn, a Ludwig van Beethoven, a Wolfgang Mozart, a Lizt y a Ricardo Wagner, cuando de improviso sentí que el mundo en convulsión epiléptica se transformaba, ensanchándose la bóveda azul del firmamento. Parecía como que Dios, obrando un nuevo milagro, resucitara a Lázaro y renacía a la luz radiosa de la felicidad, al espectro mismo de la misma muerte.

¿Comprendes ahora por qué no se debe jamás desesperar? ¿Y por qué te dije ayer que todas mis filosofías giran tan (ilegible) de este eje?

“Confiar y esperar” ?

Tuyo siempre
José Luis

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