XII - 30 - 1911
Srita.
Ana María Andrade
3ª.
de Lisboa, número 44
Adorada
prenda:
Creo
haber vislumbrado ayer tu imagen querida. Me pareció que, a la luz hialina del
crepúsculo y a través de la transparencia del cristal de tu ventana, distinguía
la silueta de mis sueños, la forma corpórea y tangible de la felicidad, la
encarnación terrestre de la dicha, de esa dicha que la especulación idealista
de mis abstracciones me había conducido a situar en el cielo, hasta que fue
llegado el momento en que mi corazón, revelándose a la lógica severa del
raciocinio, proclamara la antítesis contundente que derribara el edificio
esplendoroso de mis teorías, como derriba un soplo, por ligero que sea, el más
complicado castillo de naipes que imaginarse pueda.
Yo
siempre había profesado esta teoría de que el mundo es un semillero de almas
sensibles, atraídas por esos dos polos imantados hacia los cuales tenderá
eternamente el vuelo doloroso del espíritu humano: el Ideal y el amor. Sentía
yo que hacia esas dos cimas consolatrices volarían siempre las almas puras: el
amor y Dios. He ahí los que yo juzgaba y he juzgado siempre como los puntos, la
palingenesia del Ideal. Fuera de ellos, no se encuentra nada, nada como no sea
el fango de la vida, el spleen, el tedio, el fastidio.
Comprender
el amor, tender hacia el Ideal. Ésa era, según mis especulaciones, el fin
supremo del espíritu que siente que lo anima la chispa del pensamiento.
Creer
y amar, he ahí lo único alto, lo único digno de la vida. Creer es una necesidad
del espíritu, amar es una necesidad del corazón. Un alma sin Dios y un pecho
sin amor, son templos vacíos, la negación, la soledad, la muerte.
Pero
he aquí que a pesar mis teorías y de mis deseos de sentir, de querer, de
transfigurarme en el divino templo del amor, mi corazón impertérrito veía
desfilar el mundo y el tiempo sin alterar sus pulsaciones eurítmicas, sin
emocionarse, sin amar… Yo mismo llegué a creer que era un cadáver o cuando
menos un enfermo atacado de la tisis del indiferentismo más espantoso.
Entonces
orienté todas mis energías en el camino del Ideal artístico. Quise cerciorarme
de que podía creer, de que mi cuerpo encerraba algo más que un despejo, y traté
de remontarme a las esferas del espíritu en donde brillan con luz meridiana las
manifestaciones estéticas. A falta de las grandes obras, tenía los libros y en
éstos fue en donde me precipité decidido a cerciorarme o a naufragar, a
triunfar o a ser vencido: leí a Homero, ese grandísimo poeta niño que aparece
cuando el mundo nace, ese pájaro que canta en la aurora de la civilización y
que sabe (ilegible) el caos. Leí a Job, que comienza el drama hace cuarenta
siglos, colocando a Jehová frente a Satanás y teniendo por escena un
estercolero. Su obra me impresionó profundamente, porque Job es verdaderamente
un vidente: el estercolero de Job, transfigurado, será el monte de la calavera
de Jesús. Leí a Isaías, con su eterna protesta; a Ezequiel, el adivino salvaje;
a Lucrecio, esa grandiosidad oscura; a Juan de Patmos en su sublime
Apocalipsis; a Pablo, prodigio, a la vez divino y humano, de la conversión; a
Dante Alighieri, que escribió la epopeya de los espectros; a Rabelais, el
príncipe de la risa; a Cervantes, que introduce el sentido común montado en un
asno… Y así hasta llegar al gran romántico de nuestra época, Víctor Hugo. Y
después, como sintiendo el mismo vacío que ante la misma ausencia de bienestar
que en vano perseguía, estudié el Renacimiento. Ese beso del cristianismo y el
helenismo, en sus grandes figuras, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Rafael, el Tiziano,
el Correggio, Bramante, Donatello, Benvenuto Cellini y sus precursores, como
ese gran místico de la pintura que sólo tenía oro y azul en su paleta: Fray Angélico,
y cuyas pinturas, más que pinturas eran verdaderos éxtasis. Admiré el Cristo del Montañés, Las Hilanderas de Velázquez, los Cristos de Rembrandt, las obras de
Rubens, las vírgenes de Murillo. Traté de interpretar el libro de piedra, desde
las pirámides hasta nuestras catedrales; bajé a las grutas de la Isla Elefante,
visité pagodas y ciudades trogloditas, interrogué a las esfinges, visité
Nínive, Éfeso, Delfos y Abdera, la tumba de san Gregorio, las escaleras de Benarés,
las pagodas de Ceylán, minaretes, panteones y wigwams, los templos de Salomón, las bóvedas de (ilegible), parthenones,
murallas chinas, etcétera. Cuanto se encuentra de notable en la Tierra, en
materia de pintura, escultura y arquitectura. Empezaba a estudiar algo de
teoría sobre la música, en mi afán insaciable de saber. Había conocido de
nombre a Juan Sebastián Bach, a Haydn, a Ludwig van Beethoven, a Wolfgang
Mozart, a Lizt y a Ricardo Wagner, cuando de improviso sentí que el mundo en
convulsión epiléptica se transformaba, ensanchándose la bóveda azul del
firmamento. Parecía como que Dios, obrando un nuevo milagro, resucitara a
Lázaro y renacía a la luz radiosa de la felicidad, al espectro mismo de la
misma muerte.
¿Comprendes
ahora por qué no se debe jamás desesperar? ¿Y por qué te dije ayer que todas
mis filosofías giran tan (ilegible) de este eje?
“Confiar
y esperar” ?
Tuyo
siempre
José
Luis
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