18 de enero de 1912
Ana
María:
Como
una ola que nace invisible y llega infinita a las orillas, como un suspiro que
cabe en el corazón y llena la inmensidad con sus ondulaciones; como una idea
que germina en la mente y revoluciona una época, así son mis pensamientos:
caben en mi cerebro, pero abarcan el infinito de mi cariño y la inmensidad de
mi amor.
¡Qué
quieres, ángel mío! Un día me preguntaste por qué, y yo te respondí según los
cortos alcances de mi imaginación, pero siguiendo siempre los (ilegible) de mi
corazón, de aquí que encuentre realizadas en ti mis ilusiones y mis esperanzas;
sí, no me une a ti sólo el cariño, no; obedezco y obedeces tú también, vida
mía, a un esfuerzo superior, a un verdadero substrato que flota impalpable en
el éter pero que une los corazones. Ahora ya puedo hablarte más claramente.
Es,
en mi concepto, la atracción la ley suprema entre los mundos, entre los átomos
y entre los seres. Las estrellas, que gravitan en las profundidades de la
inmensidad; la Tierra, que circula entre la luz del Sol; la Luna, que eleva
silenciosa la superficie de los mares; las moléculas de piedra o de hierro, que
se unen en virtud de la atracción molecular; la planta, que hunde sus raíces en
el suelo nutritivo o eleva su tallo obedientes a la llamarada de la luz; la
flor, que sigue al Sol en su movimiento; el pájaro, que vuelva de rama en rama,
buscando lugar para su nido; el ruiseñor, que embellece con su gorjeo
incomparable los dulces misterios de la noche; el hombre, cuyo corazón se
turba, suspende o acelera sus latidos en presencia de la mujer amada o al
sonido de su voz o, ¡ay!, al recuerdo de su imagen. Todos esos seres, todas
esas cosas, obedecen a la misma ley de la atracción universal, que, bajo
diferentes formas, rige la naturaleza toda y la conduce… ¿hacia qué? Hacia otra
nueva atracción: la atracción de lo desconocido, entre cuyos pliegues soberanos
se oculta Dios.
Por
esto es, idolatrada mía, por esta atracción es que nos hemos comprendido; sí,
mi alma, antes que mi boca lo haya pronunciado, ha dicho a la tuya, en un
arranque de arrebato amoroso: ¡Ven! ¡Ven, amor mío! ¡Estemos juntos un momento
ante este hermoso cielo! ¡Te amo, te quiero y no puedo vivir sin ti! ¡Ven a mi
lado, estrella mía, quiero respirar tu aliento, sentirte a mi lado, aquí,
solos, en esta soledad del infinito!
Y
tu alma noble, grande y bella, respondió a este llamado. Tú me amabas no sólo
con tu corazón, sino también con tu entendimiento. Yo estaba casi seguro de lo
que contestarías cuando te hablara, pero quería tener el gusto de oírte…
Sí,
vida mía, sólo así puedo explicarme esto: una atmósfera de electricidad nos
envuelve. El sistema nervioso no se halla circunscrito a nuestro cerebro,
nuestra médula y nuestros nervios: irradia en todos sentidos en torno nuestro.
Nuestro entendimiento y la voluntad influyen a distancia, no sólo mediante
nuestra voz o nuestra mirada, sino mucho más lejos y silenciosamente. Nuestra
alma reside en una especie de cuerpo astral, que puede separarse del cuerpo
terrestre. ¿No has tratado nunca de explicarte las antipatías y las simpatías?
Son acciones del alma a distancia, cacofonías o armonías de vibraciones.
Pero
dejemos los altos terrenos de la especulación y pasemos a otro asunto.
En
los primeros albores de la humanidad y cuando el entendimiento humano se
dispersaba saliendo del eterno sueño del pretérito, el hombre, que desconocía
las relaciones abstractas, encontraba particular encanto en deificar la materia
y la forma, elevándolas en su imaginación hasta ser el elemento divino de que
suponía formados a sus dioses. Ésta es la razón que nos explica el talento
imaginativo de los griegos, pueblo artista por excelencia y que canta himnos a
la materia y esculpe la forma haciendo verdaderas sinfonías en mármol y en
granito, que nadie ha podido después imitar.
Pues
bien, esa raza privilegiada que tuvo su Olimpo y sus musas, que alimentó a un
Homero y a un Sócrates, que hizo Parthenones y teatros, que conquistó por el
valor inaudito de sus espartanos; ese pueblo helénico consideraba al alma como
el principio del movimiento e hizo de ella algo alado y movible; la mariposa
era su símbolo y la palabra griega psichos
tiene esa significación.
En
consecuencia, sólo necesito trasladarme un poco hacia atrás para interpretar el
poema que tu alma de artista y su pincel magistral concibieron y ejecutaron
respectivamente es esa bellísima paletita. Por eso, yo la he puesto sobre un
cojincito verde, emblema de mis esperanzas y mis ilusiones.
¡Qué
poema mejor bordado! Dos almas que se buscan, que se quieren, que se aman, una
de ellas blanca como el marfil, como la nieve, como la pureza. ¡Dos almas que
se besan sobre el reino florido de santas ilusiones y entre el perfume
bellísimo de su cariño! ¡Dos almas que son iguales, que casi se confunden en
sus vuelos sobre la esmeralda de sus campos de esperanza! Esas dos almas tan
ligeras, tan tenues, deben subir siempre, siempre disputándole su nido a las
nubes, al arcoíris, a las estrellas, a los cielos, hasta llegar al asiento
supremo de Dios, para que las bendiga.
Eso
me dicen esas alitas de mariposa y ese tibor de delicadas flores, eso me dice
–lo adivino- el pecho palpitante de mi amada, de mi cielo, de mi dicha, de mi
todo.
Adiós,
hasta luego, hasta pronto, vida de mi amor, estrellita, cielo mío. Y dispensa…
No, nada, no dispenses nada. Adiós.
José
Luis.
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