lunes, 8 de noviembre de 2010

18 de enero de 1912


18 de enero de 1912

Ana María:

Como una ola que nace invisible y llega infinita a las orillas, como un suspiro que cabe en el corazón y llena la inmensidad con sus ondulaciones; como una idea que germina en la mente y revoluciona una época, así son mis pensamientos: caben en mi cerebro, pero abarcan el infinito de mi cariño y la inmensidad de mi amor.

¡Qué quieres, ángel mío! Un día me preguntaste por qué, y yo te respondí según los cortos alcances de mi imaginación, pero siguiendo siempre los (ilegible) de mi corazón, de aquí que encuentre realizadas en ti mis ilusiones y mis esperanzas; sí, no me une a ti sólo el cariño, no; obedezco y obedeces tú también, vida mía, a un esfuerzo superior, a un verdadero substrato que flota impalpable en el éter pero que une los corazones. Ahora ya puedo hablarte más claramente.

Es, en mi concepto, la atracción la ley suprema entre los mundos, entre los átomos y entre los seres. Las estrellas, que gravitan en las profundidades de la inmensidad; la Tierra, que circula entre la luz del Sol; la Luna, que eleva silenciosa la superficie de los mares; las moléculas de piedra o de hierro, que se unen en virtud de la atracción molecular; la planta, que hunde sus raíces en el suelo nutritivo o eleva su tallo obedientes a la llamarada de la luz; la flor, que sigue al Sol en su movimiento; el pájaro, que vuelva de rama en rama, buscando lugar para su nido; el ruiseñor, que embellece con su gorjeo incomparable los dulces misterios de la noche; el hombre, cuyo corazón se turba, suspende o acelera sus latidos en presencia de la mujer amada o al sonido de su voz o, ¡ay!, al recuerdo de su imagen. Todos esos seres, todas esas cosas, obedecen a la misma ley de la atracción universal, que, bajo diferentes formas, rige la naturaleza toda y la conduce… ¿hacia qué? Hacia otra nueva atracción: la atracción de lo desconocido, entre cuyos pliegues soberanos se oculta Dios.

Por esto es, idolatrada mía, por esta atracción es que nos hemos comprendido; sí, mi alma, antes que mi boca lo haya pronunciado, ha dicho a la tuya, en un arranque de arrebato amoroso: ¡Ven! ¡Ven, amor mío! ¡Estemos juntos un momento ante este hermoso cielo! ¡Te amo, te quiero y no puedo vivir sin ti! ¡Ven a mi lado, estrella mía, quiero respirar tu aliento, sentirte a mi lado, aquí, solos, en esta soledad del infinito!

Y tu alma noble, grande y bella, respondió a este llamado. Tú me amabas no sólo con tu corazón, sino también con tu entendimiento. Yo estaba casi seguro de lo que contestarías cuando te hablara, pero quería tener el gusto de oírte…

Sí, vida mía, sólo así puedo explicarme esto: una atmósfera de electricidad nos envuelve. El sistema nervioso no se halla circunscrito a nuestro cerebro, nuestra médula y nuestros nervios: irradia en todos sentidos en torno nuestro. Nuestro entendimiento y la voluntad influyen a distancia, no sólo mediante nuestra voz o nuestra mirada, sino mucho más lejos y silenciosamente. Nuestra alma reside en una especie de cuerpo astral, que puede separarse del cuerpo terrestre. ¿No has tratado nunca de explicarte las antipatías y las simpatías? Son acciones del alma a distancia, cacofonías o armonías de vibraciones.

Pero dejemos los altos terrenos de la especulación y pasemos a otro asunto.

En los primeros albores de la humanidad y cuando el entendimiento humano se dispersaba saliendo del eterno sueño del pretérito, el hombre, que desconocía las relaciones abstractas, encontraba particular encanto en deificar la materia y la forma, elevándolas en su imaginación hasta ser el elemento divino de que suponía formados a sus dioses. Ésta es la razón que nos explica el talento imaginativo de los griegos, pueblo artista por excelencia y que canta himnos a la materia y esculpe la forma haciendo verdaderas sinfonías en mármol y en granito, que nadie ha podido después imitar.

Pues bien, esa raza privilegiada que tuvo su Olimpo y sus musas, que alimentó a un Homero y a un Sócrates, que hizo Parthenones y teatros, que conquistó por el valor inaudito de sus espartanos; ese pueblo helénico consideraba al alma como el principio del movimiento e hizo de ella algo alado y movible; la mariposa era su símbolo y la palabra griega psichos tiene esa significación.

En consecuencia, sólo necesito trasladarme un poco hacia atrás para interpretar el poema que tu alma de artista y su pincel magistral concibieron y ejecutaron respectivamente es esa bellísima paletita. Por eso, yo la he puesto sobre un cojincito verde, emblema de mis esperanzas y mis ilusiones.

¡Qué poema mejor bordado! Dos almas que se buscan, que se quieren, que se aman, una de ellas blanca como el marfil, como la nieve, como la pureza. ¡Dos almas que se besan sobre el reino florido de santas ilusiones y entre el perfume bellísimo de su cariño! ¡Dos almas que son iguales, que casi se confunden en sus vuelos sobre la esmeralda de sus campos de esperanza! Esas dos almas tan ligeras, tan tenues, deben subir siempre, siempre disputándole su nido a las nubes, al arcoíris, a las estrellas, a los cielos, hasta llegar al asiento supremo de Dios, para que las bendiga.

Eso me dicen esas alitas de mariposa y ese tibor de delicadas flores, eso me dice –lo adivino- el pecho palpitante de mi amada, de mi cielo, de mi dicha, de mi todo.

Adiós, hasta luego, hasta pronto, vida de mi amor, estrellita, cielo mío. Y dispensa… No, nada, no dispenses nada. Adiós.

José Luis.

No hay comentarios:

Publicar un comentario