miércoles, 10 de noviembre de 2010

9 de noviembre de 1915


Tacubaya, noviembre 9 – 1915

Mi vida alienta esperanza
por mi Dios y por mi Dama.


¡¡Amparito!!

Con la carta de usted ante mi vista y con su inseparable recuerdo en mi memoria, doy comienzo a estas letras que consignarán, de imperecedero modo, el estado actual de mi alma, así como las fugitivas y tiernas imágenes que ante mí se presentan, ya como vaporosas ilusiones que se esfuman en una aurora de inenarrables luces y matices, ya como seductoras perspectivas de florida y risueño conjunto, pero que, de cualquier modo, dibujan en las lontananzas de un porvenir no lejano, todo el mágico encanto y la adorable belleza que su amor y cariño, respondiendo al mío, me permiten esperar.

Dentro del espantoso vendaval, en efecto, que nos azota, confunde y aniquila, esparciendo en derredor nuestro el dolor, la desolación y la muerte; cuando, con implacable tarea, el destino oscuro sólo parece tener empeño en cavar la tumba de los más puros, nobles y sacrosantos ideales; cuando todas son desgajadas las ilusiones del alma y despedazados los entusiasmos, aniquiladas las alegrías y tornados en pesares los anhelos más justificados; cuando todo vacila y se estremece de horror ante el exterminio y la perfidia humana, he aquí que, de pronto, de providencial manera, surge Usted en mi camino como un brillantísimo faro de amor, de esperanza y de consuelo, elevándose inamovible y encantadora sobre el firme pedestal de la virtud, tendiéndome una mano y con  la otra señalando al cielo, haciéndome concebir mejores días y viniendo a llenar el inmenso vacío de una alma dolorosamente triste e infinitamente decepcionada de los hombres.

Usted, Amparito, cumple, para mí, la encantadora misión de embellecer mi existencia; y esto no es elogio porque lo consigue sin la previa intervención de su voluntad, sino por ser lo que es y realizar con ello el tipo perfecto de mujer que, pura compañera eterna, de mi vida, había concebido en mis ensueños.

Hábleme Usted también de sus ilusiones, cuénteme sin temor alguno lo que Usted imagina (que) puede ser el porvenir para dos corazones que laten al unísono, ardientemente apasionados el uno del otro, para dos almas que confunden en uno solo sus ideales; para dos existencias que se entregan sin reserva para labrar su común felicidad, para dos espíritus, en fin, que, unidos por indisolubles lazos en la Tierra, de Dios esperan y en Él confían consumar unidos en el Cielo, que es el sitio reservado a los buenos.

Así debe Usted hablarme, así quiero que me hable, Amparito, la dueña de mi corazón.

José Luis

CONTEXTO. La Convención de Aguascalientes, concluida en noviembre de 1914, no resolvió las diferencias entre las facciones revolucionarias. La División del Norte y el Ejército Libertador del Sur entran a la Ciudad de México el 6 de diciembre de ese mismo año. Carranza había dejado la capital. La entrada es pacífica, y más que generar temor provoca lástima.  "(...) pedazos de un pueblo destrozado por siglos de esclavo, consumido por hambre secular, desnutrido por herencias acumuladas" (Juan Bustillo Oro, citado por Guadalupe Lozada). Para colmo, 1915 se vuelve un año de más hambre: acaparamiento de productos, escasez de mercancías, billetes sin valor, falta de servicios públicos, desempleo. 





martes, 9 de noviembre de 2010

30 de octubre de 1914


Tacubaya, octubre 30 de 1914

Señoritas Luz y Concepción Osorio:

He recibido los dos mil cien pesos ($2,100.00) que han tenido ustedes la bondad de prestarme en calidad de pronto reintegro, con cuyo requisito cumpliré lo antes posible, abonando a ustedes, mientras tanto, el 7% anual de dicha cantidad o de la parte insoluta.

Con la más sincera gratitud, queda de ustedes atentísimo amigo y atentísimo seguro servidor que besa sus manos.

E. Rascón

Tacubaya, octubre 30 de 1915

Por cuenta de la cantidad expresada en esta carta, recibimos $1,100.00 (mil cien pesos), más $77 (setenta y siete pesos) que corresponden al rédito del 7% en la fecha.

Concepción Osorio M.
Luz Elena Osorio M.

Abonó cien pesos el 28 de junio de 1922.
Cien pesos el 11 de julio.
Cien pesos el 11 de agosto.
Cien pesos el 11 de septiembre.
Cien pesos el 11 de octubre.
Cien pesos el 11 de noviembre.


Este documento comienza a ser escrito en 1914 y termina el noviembre de 1922. Es decir que el préstamo al señor Rascón coincide con los días finales de la Convención de Aguascalientes. Y el último pago registrado se realiza en tiempos del gobierno de Álvaro Obregón. ¡Ocho años tardó el señor Rascón en medio cubrir su deuda!

La pregunta que se hace uno es sobre el tipo de dinero que las señoritas Osorio Mondragón prestaron al señor Rascón, pues fue precisamente en 1914 cuando, tras el asesinato de Madero en febrero del año anterior, las cosas se complicaron para las finanzas, la economía y la moneda. Gran parte de los pesos de plata y las monedas de oro, al tener más valor por el metal del que estaban hechos que por su denominación, desaparecieron de la circulación, a la vez que aparecieron diversos tipos de papel moneda: los billetes carrancistas, por ejemplo (Gobierno Provisional de México, se leía en ellos), que en el reverso traían un águila y que sirvió de tema para la crítica popular (“El águila carranclana es un animalito cruel: se mantiene de puro oro y caga puro papel”, fue la pinta que apareció al amanecer de un día de noviembre de 1914 en los muros de Palacio Nacional).

¿O es que las señoritas Osorio Mondragón entregaron al señor Rascón monedas de oro y plata? No sé.

lunes, 8 de noviembre de 2010

18 de enero de 1912


18 de enero de 1912

Ana María:

Como una ola que nace invisible y llega infinita a las orillas, como un suspiro que cabe en el corazón y llena la inmensidad con sus ondulaciones; como una idea que germina en la mente y revoluciona una época, así son mis pensamientos: caben en mi cerebro, pero abarcan el infinito de mi cariño y la inmensidad de mi amor.

¡Qué quieres, ángel mío! Un día me preguntaste por qué, y yo te respondí según los cortos alcances de mi imaginación, pero siguiendo siempre los (ilegible) de mi corazón, de aquí que encuentre realizadas en ti mis ilusiones y mis esperanzas; sí, no me une a ti sólo el cariño, no; obedezco y obedeces tú también, vida mía, a un esfuerzo superior, a un verdadero substrato que flota impalpable en el éter pero que une los corazones. Ahora ya puedo hablarte más claramente.

Es, en mi concepto, la atracción la ley suprema entre los mundos, entre los átomos y entre los seres. Las estrellas, que gravitan en las profundidades de la inmensidad; la Tierra, que circula entre la luz del Sol; la Luna, que eleva silenciosa la superficie de los mares; las moléculas de piedra o de hierro, que se unen en virtud de la atracción molecular; la planta, que hunde sus raíces en el suelo nutritivo o eleva su tallo obedientes a la llamarada de la luz; la flor, que sigue al Sol en su movimiento; el pájaro, que vuelva de rama en rama, buscando lugar para su nido; el ruiseñor, que embellece con su gorjeo incomparable los dulces misterios de la noche; el hombre, cuyo corazón se turba, suspende o acelera sus latidos en presencia de la mujer amada o al sonido de su voz o, ¡ay!, al recuerdo de su imagen. Todos esos seres, todas esas cosas, obedecen a la misma ley de la atracción universal, que, bajo diferentes formas, rige la naturaleza toda y la conduce… ¿hacia qué? Hacia otra nueva atracción: la atracción de lo desconocido, entre cuyos pliegues soberanos se oculta Dios.

Por esto es, idolatrada mía, por esta atracción es que nos hemos comprendido; sí, mi alma, antes que mi boca lo haya pronunciado, ha dicho a la tuya, en un arranque de arrebato amoroso: ¡Ven! ¡Ven, amor mío! ¡Estemos juntos un momento ante este hermoso cielo! ¡Te amo, te quiero y no puedo vivir sin ti! ¡Ven a mi lado, estrella mía, quiero respirar tu aliento, sentirte a mi lado, aquí, solos, en esta soledad del infinito!

Y tu alma noble, grande y bella, respondió a este llamado. Tú me amabas no sólo con tu corazón, sino también con tu entendimiento. Yo estaba casi seguro de lo que contestarías cuando te hablara, pero quería tener el gusto de oírte…

Sí, vida mía, sólo así puedo explicarme esto: una atmósfera de electricidad nos envuelve. El sistema nervioso no se halla circunscrito a nuestro cerebro, nuestra médula y nuestros nervios: irradia en todos sentidos en torno nuestro. Nuestro entendimiento y la voluntad influyen a distancia, no sólo mediante nuestra voz o nuestra mirada, sino mucho más lejos y silenciosamente. Nuestra alma reside en una especie de cuerpo astral, que puede separarse del cuerpo terrestre. ¿No has tratado nunca de explicarte las antipatías y las simpatías? Son acciones del alma a distancia, cacofonías o armonías de vibraciones.

Pero dejemos los altos terrenos de la especulación y pasemos a otro asunto.

En los primeros albores de la humanidad y cuando el entendimiento humano se dispersaba saliendo del eterno sueño del pretérito, el hombre, que desconocía las relaciones abstractas, encontraba particular encanto en deificar la materia y la forma, elevándolas en su imaginación hasta ser el elemento divino de que suponía formados a sus dioses. Ésta es la razón que nos explica el talento imaginativo de los griegos, pueblo artista por excelencia y que canta himnos a la materia y esculpe la forma haciendo verdaderas sinfonías en mármol y en granito, que nadie ha podido después imitar.

Pues bien, esa raza privilegiada que tuvo su Olimpo y sus musas, que alimentó a un Homero y a un Sócrates, que hizo Parthenones y teatros, que conquistó por el valor inaudito de sus espartanos; ese pueblo helénico consideraba al alma como el principio del movimiento e hizo de ella algo alado y movible; la mariposa era su símbolo y la palabra griega psichos tiene esa significación.

En consecuencia, sólo necesito trasladarme un poco hacia atrás para interpretar el poema que tu alma de artista y su pincel magistral concibieron y ejecutaron respectivamente es esa bellísima paletita. Por eso, yo la he puesto sobre un cojincito verde, emblema de mis esperanzas y mis ilusiones.

¡Qué poema mejor bordado! Dos almas que se buscan, que se quieren, que se aman, una de ellas blanca como el marfil, como la nieve, como la pureza. ¡Dos almas que se besan sobre el reino florido de santas ilusiones y entre el perfume bellísimo de su cariño! ¡Dos almas que son iguales, que casi se confunden en sus vuelos sobre la esmeralda de sus campos de esperanza! Esas dos almas tan ligeras, tan tenues, deben subir siempre, siempre disputándole su nido a las nubes, al arcoíris, a las estrellas, a los cielos, hasta llegar al asiento supremo de Dios, para que las bendiga.

Eso me dicen esas alitas de mariposa y ese tibor de delicadas flores, eso me dice –lo adivino- el pecho palpitante de mi amada, de mi cielo, de mi dicha, de mi todo.

Adiós, hasta luego, hasta pronto, vida de mi amor, estrellita, cielo mío. Y dispensa… No, nada, no dispenses nada. Adiós.

José Luis.

17 de mayo de 1907


Río Blanco, mayo 17 de 1907.

Señorita Luz E. Osorio
Mi muy querida hija Rorrito:

Te escribo ésta porque estoy con cuidado y (ilegible) por tu madrina. Dime cómo sigue y si ya se levantó. Cuídala mucho, atiéndela y no te separes de ella.

Recibimos lo que mandaste en el cajoncito. Todo está muy bueno y llegó bien.

El santo de tu mamá lo pasamos muy bien, acompañados de (ilegible), que vino la víspera y que todavía está aquí.

La (ilegible) la he resuelto: el todo es “zaragata", palabra poco usada y poco conocida, pero que se encuentra en los buenos diccionarios, y es equivalente o sinónimo de pelea, algazara, tumulto, etc., etc.

El gentilicio supongo que está en francés. Necesito saber esto.

Saludo a tus padrinos y recibe la bendición de tu padre.

Osorio






30 de diciembre de 1911


XII - 30 - 1911

Srita. Ana María Andrade
3ª. de Lisboa, número 44
Adorada prenda:

Creo haber vislumbrado ayer tu imagen querida. Me pareció que, a la luz hialina del crepúsculo y a través de la transparencia del cristal de tu ventana, distinguía la silueta de mis sueños, la forma corpórea y tangible de la felicidad, la encarnación terrestre de la dicha, de esa dicha que la especulación idealista de mis abstracciones me había conducido a situar en el cielo, hasta que fue llegado el momento en que mi corazón, revelándose a la lógica severa del raciocinio, proclamara la antítesis contundente que derribara el edificio esplendoroso de mis teorías, como derriba un soplo, por ligero que sea, el más complicado castillo de naipes que imaginarse pueda.

Yo siempre había profesado esta teoría de que el mundo es un semillero de almas sensibles, atraídas por esos dos polos imantados hacia los cuales tenderá eternamente el vuelo doloroso del espíritu humano: el Ideal y el amor. Sentía yo que hacia esas dos cimas consolatrices volarían siempre las almas puras: el amor y Dios. He ahí los que yo juzgaba y he juzgado siempre como los puntos, la palingenesia del Ideal. Fuera de ellos, no se encuentra nada, nada como no sea el fango de la vida, el spleen, el tedio, el fastidio.

Comprender el amor, tender hacia el Ideal. Ésa era, según mis especulaciones, el fin supremo del espíritu que siente que lo anima la chispa del pensamiento.

Creer y amar, he ahí lo único alto, lo único digno de la vida. Creer es una necesidad del espíritu, amar es una necesidad del corazón. Un alma sin Dios y un pecho sin amor, son templos vacíos, la negación, la soledad, la muerte.

Pero he aquí que a pesar mis teorías y de mis deseos de sentir, de querer, de transfigurarme en el divino templo del amor, mi corazón impertérrito veía desfilar el mundo y el tiempo sin alterar sus pulsaciones eurítmicas, sin emocionarse, sin amar… Yo mismo llegué a creer que era un cadáver o cuando menos un enfermo atacado de la tisis del indiferentismo más espantoso.

Entonces orienté todas mis energías en el camino del Ideal artístico. Quise cerciorarme de que podía creer, de que mi cuerpo encerraba algo más que un despejo, y traté de remontarme a las esferas del espíritu en donde brillan con luz meridiana las manifestaciones estéticas. A falta de las grandes obras, tenía los libros y en éstos fue en donde me precipité decidido a cerciorarme o a naufragar, a triunfar o a ser vencido: leí a Homero, ese grandísimo poeta niño que aparece cuando el mundo nace, ese pájaro que canta en la aurora de la civilización y que sabe (ilegible) el caos. Leí a Job, que comienza el drama hace cuarenta siglos, colocando a Jehová frente a Satanás y teniendo por escena un estercolero. Su obra me impresionó profundamente, porque Job es verdaderamente un vidente: el estercolero de Job, transfigurado, será el monte de la calavera de Jesús. Leí a Isaías, con su eterna protesta; a Ezequiel, el adivino salvaje; a Lucrecio, esa grandiosidad oscura; a Juan de Patmos en su sublime Apocalipsis; a Pablo, prodigio, a la vez divino y humano, de la conversión; a Dante Alighieri, que escribió la epopeya de los espectros; a Rabelais, el príncipe de la risa; a Cervantes, que introduce el sentido común montado en un asno… Y así hasta llegar al gran romántico de nuestra época, Víctor Hugo. Y después, como sintiendo el mismo vacío que ante la misma ausencia de bienestar que en vano perseguía, estudié el Renacimiento. Ese beso del cristianismo y el helenismo, en sus grandes figuras, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Rafael, el Tiziano, el Correggio, Bramante, Donatello, Benvenuto Cellini y sus precursores, como ese gran místico de la pintura que sólo tenía oro y azul en su paleta: Fray Angélico, y cuyas pinturas, más que pinturas eran verdaderos éxtasis. Admiré el Cristo del Montañés, Las Hilanderas de Velázquez, los Cristos de Rembrandt, las obras de Rubens, las vírgenes de Murillo. Traté de interpretar el libro de piedra, desde las pirámides hasta nuestras catedrales; bajé a las grutas de la Isla Elefante, visité pagodas y ciudades trogloditas, interrogué a las esfinges, visité Nínive, Éfeso, Delfos y Abdera, la tumba de san Gregorio, las escaleras de Benarés, las pagodas de Ceylán, minaretes, panteones y wigwams, los templos de Salomón, las bóvedas de (ilegible), parthenones, murallas chinas, etcétera. Cuanto se encuentra de notable en la Tierra, en materia de pintura, escultura y arquitectura. Empezaba a estudiar algo de teoría sobre la música, en mi afán insaciable de saber. Había conocido de nombre a Juan Sebastián Bach, a Haydn, a Ludwig van Beethoven, a Wolfgang Mozart, a Lizt y a Ricardo Wagner, cuando de improviso sentí que el mundo en convulsión epiléptica se transformaba, ensanchándose la bóveda azul del firmamento. Parecía como que Dios, obrando un nuevo milagro, resucitara a Lázaro y renacía a la luz radiosa de la felicidad, al espectro mismo de la misma muerte.

¿Comprendes ahora por qué no se debe jamás desesperar? ¿Y por qué te dije ayer que todas mis filosofías giran tan (ilegible) de este eje?

“Confiar y esperar” ?

Tuyo siempre
José Luis

domingo, 7 de noviembre de 2010

26 de febrero de 1910


Celaya, 26 de febrero de 1910.

Señorita Luz Elena Osorio
Tacubaya

Mi queridísima Rorrito:

A la dicha y alegría que tu penúltima cartita vino a depositar en mi alma, con sus dulces palabras y tiernísimas caricias; a la felicidad infinita que he sentido al comprender que, aunque lejos, hay en la tierra ángeles  de ternura y de cariño para quienes la distancia es poco menos que la nada, porque existe en ellas  la superioridad de espíritu que hace que éste domine la materia; a esa visita, repito, que tu espíritu hizo al mío; a ese beso purísimo que me trajo la alada mensajera, viene otro más lleno de amor, más colmado de cariño a depositarse en mi frente pensativa.

            ¿Has visto los rayos del sol moribundo buscar el Oriente? ¿Has visto en otoño bandadas de pájaros huir del invierno en busca del Sol? ¿Has visto a las plantas buscar la luz? Pues así busca mi alma en esas horas melancólicas y tristes de la tarde, cuando el Sol se torna lívido, el cielo cárdeno y las sombras hipocondriacas, cuando en las frondas los pajarillos trinan, el Ángelus suena y la Luna su faz de cadáver levanta en el fúnebre manto de la noche, mi alma busca, repito, las dulces caricias, los suaves afectos, quiere contrariar la tristeza de la naturaleza doliente buscando en los recuerdos su refugio.

            Entonces y como a la orden de un mágico, suenan dos golpes en el herrado aldabón de la puerta, transcurren unos instantes y al fin el mozo me entrega un rectángulo pequeño de papel doblado…

            Hay algo más sublime que el mar, el cielo; hay algo más sublime y profundo que el cielo, el Alma. ¿Quién ha bajado a ese antro misterioso de las sombras? ¿Quién ha visto los secretos que ella encierra? ¿Qué osado explorador con el escalpelo ha atacado ese principio de la vida? ¿Qué Orfeo ha conocido esa lira de infinitas cuerdas que vibra incesantemente en el interior de cada ser? Sólo Dios.


            Ese ente que no es nada y que es todo, esa alma, pues, al sentir el aleteo próximo de la blanca paloma en su misterioso laboratorio, en sus formidables retortas y con su alquimia desconocida, opera la reacción…

            Tras las colinas, poéticamente, se eleva la blanca Selene, regiamente escoltada de carros de estrellas, de dragones, de pegasos, en su blanca nave se mueve silenciosa, meciéndose en el infinito, blandamente ya toca los confines del mar de leche (Vía Láctea). Mi alma se extasía ahora contemplando las profundidades del Infinito y del Eterno. Las sombras son menos negras y la tranquilidad más grande. ¿Quién ha operado ese cambio? Qué mago, bruja, hada o genio ha hablado al Cosmos? ¿Qué formidable Heracles, repitiendo sus doce trabajos, ha resucitado a la Luna, ha vuelto a la sombra menos negra y a la inmensidad menos vacía? ¿Es mi estado de conciencia el que ha cambiado? ¿Quién lo ha hecho? ¿Quién?  Tú lo adivinas antes que yo, ¿verdad, monina? Y de tus labios saldrá esta expresión: Sin duda, es la palomita de blancas alas.

            El curu-cutu de la linda mensajera en efecto, qué calorcito, su amor inmenso, sus besos santos, sus cuentecitos y hasta su aroma que huelo a cielo, han sido en efecto los tramoyistas de mi alma.

 Un cuentecito

            Voy a contarte, monina, un cuentecito que no me acuerdo dónde lo vi.

            Era una noche de Luna (tenía que ser). A través de la atmósfera, la luz intensa del satélite en su llena esparcía una claridad vaporosa, bastante como para eclipsar a la multitud de estrellas. Sin embargo, podían distinguirse claramente Marte, Júpiter, Vega y Altair. Por la ventana vidriera, torrentes de pálida luz llegaban a invadir mi alcoba (mi cama, adosada a una de las paredes, estaba cerca de la ventana). Lentamente, en el reloj del viejo campanario próximo, dieron las 10, después de lo cual se restableció el silencio profundo de la noche… De pronto, veo que las paredes comienzan a alejarse con movimiento lento, casi imperceptible al principio, después más rápido. El espacio en mi derredor crecía y se dilataba por momentos, ya aquello era dilatado campo que hacía horizonte por todos lados. El campo estaba muy triste, no había hierba. No podía distinguir si era de noche o de día.

            Repentinamente, en los últimos confines, en la región donde el cielo se agacha para besar a la tierra, distinguí un punto blanco que crecía. Aquel punto blanco se dirigía a mí. Yo estaba como clavado y no podía moverme. Lo que yo había tomado por un punto era en realidad una forma vaporosa. La distancia que nos separaba era aún inmensa. La forma crecía a medida que se acercaba. Parecía que irradiaba una luz divina. No podré decir si volaba, pero lo que sí sé es que no venía en el suelo. Pero a poco empiezo a distinguir su figura. La claridad crecía y la forma se agrandaba. Los detalles empezaron a dejarse ver. ¿Era una criatura humana o un ángel? Tenía pies, manos, ojos y brazos pero su forma no era terrestre. Venía vestida de luz, ella misma era luz. Su claridad me cegaba. Cerré un momento mis ojos deslumbrados, y cuando los abrí de nuevo la forma había desaparecido, sólo quedaba en la oscuridad de mi alcoba un rayo de Luna que me hería el rostro. En el reloj de la vetusta torre dieron lentamente una… dos… tres… cuatro… diez… once… doce.

            Sólo un ruido interrumpía el silencio funeral de la noche, era la pesada rodada del carro Correo…

            Al día siguiente, recibí muy de mañana dos retratos.

            En fin, monina, que pensarás de mí que me he vuelto loco, ¿verdad? Sí, estoy loco, y loco de remate. Tú sabes que en la locura hay monomanías. Pues bien, la mía es la de creer que me quieres. Ya ves que soy un loquito pacífico.

            Hoy es sábado, día que le había dedicado a mi niña por entero, ¿qué le diré más? ¡Ah, ya! Se me olvidaba contarle una cosita, una cosita muy calladita… Chist…

            Tuve una novita en miniatura, la cosa más chiquitita del mundo. Figúrate que tenía 8 años. No era bonita ni fea, muy graciosita sí. Todos los días le compraba sus caramelos. Y ella, muy mona, me decía “Gracias, señor”. Pierrot y Colombina (pero una Colombina de porcelana mayólica y puesta sobre una consola para poder estar a la altura de Pierrot) no se hubieran querido más. Un día, Pierrot, desgraciado, no vio más a Colombina; se había ido. No del brazo de Arlequín, sonriente, sino en brazos de su nana y con sus Señores Papás.

¿Sabes por qué Pierrot quiso tanto a su dije? Por dos razones: primero (ya sabes que este pícaro Pierrot es afecto a la poesía), porque se llamaba Aurora; después, porque le decían “La Rora”.

            Adiós, monina. Pierrot no está triste, pues dice (a mí me lo ha contado) que si perdió el facsímile, le quedó el autógrafo, isn´t it?

                                                          José Luis


                                                         

           

sábado, 6 de noviembre de 2010

19 de abril de 1907


Sentados, de izquierda a derecha: 
Luz Elena Osorio Mondragón, José Luis Osorio Mondragón, 
María Luisa Mondragón, otro Mondragón no identificado 
e Ismael Aguilar Muñoz



Río Blanco, abril 19 de 1907.



Señorita Luz E. Osorio

Mi muy querida hija Rorrito:



Con el gusto de siempre recibir tus cartitas del lunes, las que esperaba con gran deseo. Pasa que me supuse que se habría usted asustado un poquito con el temblor, porque en México se sintió más fuerte que fuera de él. El lunes pedí informes y me contestaron que tus padrinos, tú y tu hermano no tenían novedad, lo cual yo esperaba (en) Dios que a tu hermano y a ti no les sucediese nada malo. Los que tienen la bendición de Dios y la de sus padres, que no los olvidan ni los abandonan. Además, son ustedes unos hijos obedientes y buenos, y gracias a Dios que los haya cuidado.



Aquí sentimos fuerte el temblor, pero, como pensaste, nos sorprendió dormidos, y ya despiertos no nos pareció tan largo como fue, pues siguió temblando más de un minuto de duración, y no ocasionó ni derrumbes ni desgracias personales.



Me dicen que el domingo fuiste con tu hermano a comer a la casa de tu tío Enrique (Mondragón), y como esta visita fue con el consentimiento de tus padrinos, estoy satisfecho de ello. Pasa que me gusta que tu hermano y tú se unan de tiempo en tiempo, para que (ilegible) y se den consejos íntimamente; para que lo animes en sus estudios, lo lleves a misa con disimulo y te informes de lo que necesita o le hace falta, y lo hagas extrañar menos a la familia.

Saluda con cariño y dales memorias de todos nosotros a tus bondadosos padrinos. Y tú, mi hija querida, recibe el amor y la bendición de tu padre.

J. Osorio


*Se refiere al terremoto ocurrido a las once y media de la noche del miércoles 14 de abril de 1907, cuyo epicentro se localizó en la costa de Guerrero y que alcanzó la misma magnitud que el que vivimos setenta y ocho años después, en septiembre de 1985. Acapulco y otras localidades cercanas a la zona epicentral fueron las poblaciones más afectadas, mientras que en la Ciudad de México se registraron cuarteaduras en varias construcciones, como el Palacio Nacional, la Catedral y los templos de Santo Domingo y Santa María la Redonda. El doctor Osorio habla de un minuto de duración, pero los registros históricos señalan que fueron ocho minutos...




De izquierda a derecha: la señorita Luz Elena Osorio Mondragón, la niña Clotilde Otonelo, 
el joven José Luis Osorio Mondragón y el señor Tomás Otonelo, padre de Clotilde


Río Blanco, abril de 1907.

Señorita Luz E. Osorio
Queridísima Rorrito:

Recibí tus letritas el domingo. Me dio mucho gusto, pues ya tenía hambre de saber de ti. Ya te extraño mucho muy seguido. Creo oír tus pasos y hasta te oigo hablar. Por aquí, así, así, porque no está del todo bien. Ayer se sintió acalenturado y mal del estómago. Ahora está regular. La niña ha estado también con calentura y muy inapetente y naturalmente yo muy angustiada de ver que se enflaquece. Los retratos aún no llegan. El sábado fue Otonelo* a recogerlos, pero no estaban. Dijo que estarían el martes o el miércoles. Creo que hasta mañana los recibirá. Tu vestido azul está listo para marchar, pero dice mamá (que) digas si lo necesitas. No va con el vestido amarillo, porque (se) maltratará mucho. La semana que entra se te mandará. Ya nos dirás cómo te queda el vestido. Procura seguir el bulto tan luego como recibas ésta. Quisiera ser más extensa, pero en este momento salgo a Orizaba a poner al express el bulto. Dale mil besos a mi serafín y dile que por qué está mudito. También (a) tus padrinos dales recuerdos. Y para ti mi cariño y un beso.


Guadalupe*

*Guadalupe Romero (1865-1965), Tití, quien siempre fue considerada parte de la familia, quedó huérfana desde muy pequeña y fue adoptada por el matrimonio Osorio Mondragón. Muchos años después, los bisnietos de don José y doña María de la Luz todavía tuvimos la oportunidad de pasar corriendo y ver a Tití sentada junto al radio, muy atenta a las corridas de toros. En cuanto a la carta, cuando Tití habla de una niña enfermita, es probable que se esté refiriendo a Clotilde, la hija del señor Tomás Otonelo.




viernes, 6 de agosto de 2010

Acróstico dedicado a la señorita Teresa Palafox


A Teresa


Te idolatro, ángel de mi alma.
Eres mi dicha y mi Cielo.
Ruégote, con gran anhelo,
Escuches ya mi pasión.
Si con esto te importuno,
Alma (¿?) del alma mía,
Perdona mi tontería,
Absuélveme, por favor.
La sentencia que me espera
A ti te toca dictar.
Fin será el de mi llorar
O el preludio de mi muerte.
X




El poema no tiene firma ni fecha, 
pero suponemos que fue escrito 
por un muy joven José Luis cerca de 1905.

miércoles, 4 de agosto de 2010

La madre de José Luis


María de la Luz Mondragón y Mondragón en 1901

María de la Luz Mondragón y Mondragón, hija de José Guadalupe Mondragón y Concepción Mondragón, nació en Ixtlahuaca, Estado de México, el viernes 2 de marzo de 1855, en plena Revolución de Ayutla, aquella que culminaría meses más tarde con el destierro de Santa Anna y el exitoso interinato de Juan M. Álvarez.

Por la fecha de su nacimiento, podemos saber que María de la Luz tuvo a José Luis a la edad de 30 años.

A muy temprana edad, María de la Luz fue llevada a Toluca, donde vivió hasta 1875, año en que se trasladó con toda la familia a la Ciudad de México, donde poco más tarde contrajo matrimonio con el doctor José D. Osorio Gómez.


En esta fotografía de 1907, María de la Luz aparece, a los 52 años de edad, con la niña Elvira Otonelo, adoptada por la familia cuando murió la madre. Dos años después, el padre de Elvira regresó de Italia, casado con la hermana de su difunta esposa (a instancias de ella, como última voluntad). María de la Luz, con tristeza pero con la honorabilidad que la caracterizó siempre, entregó a Elvira a su padre y a su tía.

Hay otra foto de 1907 donde aparece Tomás Otonelo y su hija, pero en la foto se registra a la niña como Clotilde...

Los padres de María de la Luz eran primos hermanos, hijos de José María Mondragón Garduño y Mariano Mondragón Garduño, respectivamente, quienes a su vez eran hijos de Joaquín Mondragón y Josefa Garduño.