Celaya, 26 de febrero de 1910.
Señorita Luz Elena Osorio
Tacubaya
Mi queridísima Rorrito:
A la dicha y alegría que tu
penúltima cartita vino a depositar en mi alma, con sus dulces palabras y
tiernísimas caricias; a la felicidad infinita que he sentido al comprender que,
aunque lejos, hay en la tierra ángeles
de ternura y de cariño para quienes la distancia es poco menos que la
nada, porque existe en ellas la superioridad
de espíritu que hace que éste domine la materia; a esa visita, repito, que tu
espíritu hizo al mío; a ese beso purísimo que me trajo la alada mensajera, viene
otro más lleno de amor, más colmado de cariño a depositarse en mi frente
pensativa.
¿Has
visto los rayos del sol moribundo buscar el Oriente? ¿Has visto en otoño
bandadas de pájaros huir del invierno en busca del Sol? ¿Has visto a las
plantas buscar la luz? Pues así busca mi alma en esas horas melancólicas y
tristes de la tarde, cuando el Sol se torna lívido, el cielo cárdeno y las
sombras hipocondriacas, cuando en las frondas los pajarillos trinan, el Ángelus
suena y la Luna su faz de cadáver levanta en el fúnebre manto de la noche, mi
alma busca, repito, las dulces caricias, los suaves afectos, quiere contrariar
la tristeza de la naturaleza doliente buscando en los recuerdos su refugio.
Entonces
y como a la orden de un mágico, suenan dos golpes en el herrado aldabón de la
puerta, transcurren unos instantes y al fin el mozo me entrega un rectángulo
pequeño de papel doblado…
Hay
algo más sublime que el mar, el cielo; hay algo más sublime y profundo que el
cielo, el Alma. ¿Quién ha bajado a ese antro misterioso de las sombras? ¿Quién
ha visto los secretos que ella encierra? ¿Qué osado explorador con el escalpelo
ha atacado ese principio de la vida? ¿Qué Orfeo ha conocido esa lira de
infinitas cuerdas que vibra incesantemente en el interior de cada ser? Sólo
Dios.
Ese
ente que no es nada y que es todo, esa alma, pues, al sentir el aleteo próximo
de la blanca paloma en su misterioso laboratorio, en sus formidables retortas y
con su alquimia desconocida, opera la reacción…
Tras
las colinas, poéticamente, se eleva la blanca Selene, regiamente escoltada de
carros de estrellas, de dragones, de pegasos, en su blanca nave se mueve
silenciosa, meciéndose en el infinito, blandamente ya toca los confines del mar
de leche (Vía Láctea). Mi alma se extasía ahora contemplando las profundidades
del Infinito y del Eterno. Las sombras son menos negras y la tranquilidad más
grande. ¿Quién ha operado ese cambio? Qué mago, bruja, hada o genio ha hablado
al Cosmos? ¿Qué formidable Heracles, repitiendo sus doce trabajos, ha
resucitado a la Luna, ha vuelto a la sombra menos negra y a la inmensidad menos
vacía? ¿Es mi estado de conciencia el que ha cambiado? ¿Quién lo ha hecho?
¿Quién? Tú lo adivinas antes que yo,
¿verdad, monina? Y de tus labios saldrá esta expresión: Sin duda, es la
palomita de blancas alas.
El
curu-cutu de la linda mensajera en efecto, qué calorcito, su amor inmenso, sus
besos santos, sus cuentecitos y hasta su aroma que huelo a cielo, han sido en
efecto los tramoyistas de mi alma.
Un cuentecito
Voy
a contarte, monina, un cuentecito que no me acuerdo dónde lo vi.
Era
una noche de Luna (tenía que ser). A través de la atmósfera, la luz intensa del
satélite en su llena esparcía una claridad vaporosa, bastante como para eclipsar
a la multitud de estrellas. Sin embargo, podían distinguirse claramente Marte,
Júpiter, Vega y Altair. Por la ventana vidriera, torrentes de pálida luz
llegaban a invadir mi alcoba (mi cama, adosada a una de las paredes, estaba
cerca de la ventana). Lentamente, en el reloj del viejo campanario próximo,
dieron las 10, después de lo cual se restableció el silencio profundo de la
noche… De pronto, veo que las paredes comienzan a alejarse con movimiento
lento, casi imperceptible al principio, después más rápido. El espacio en mi
derredor crecía y se dilataba por momentos, ya aquello era dilatado campo que
hacía horizonte por todos lados. El campo estaba muy triste, no había hierba.
No podía distinguir si era de noche o de día.
Repentinamente,
en los últimos confines, en la región donde el cielo se agacha para besar a la
tierra, distinguí un punto blanco que crecía. Aquel punto blanco se dirigía a
mí. Yo estaba como clavado y no podía moverme. Lo que yo había tomado por un
punto era en realidad una forma vaporosa. La distancia que nos separaba era aún
inmensa. La forma crecía a medida que se acercaba. Parecía que irradiaba una luz
divina. No podré decir si volaba, pero lo que sí sé es que no venía en el
suelo. Pero a poco empiezo a distinguir su figura. La claridad crecía y la
forma se agrandaba. Los detalles empezaron a dejarse ver. ¿Era una criatura
humana o un ángel? Tenía pies, manos, ojos y brazos pero su forma no era
terrestre. Venía vestida de luz, ella misma era luz. Su claridad me cegaba.
Cerré un momento mis ojos deslumbrados, y cuando los abrí de nuevo la forma
había desaparecido, sólo quedaba en la oscuridad de mi alcoba un rayo de Luna
que me hería el rostro. En el reloj de la vetusta torre dieron lentamente una…
dos… tres… cuatro… diez… once… doce.
Sólo
un ruido interrumpía el silencio funeral de la noche, era la pesada rodada del
carro Correo…
Al
día siguiente, recibí muy de mañana dos retratos.
En
fin, monina, que pensarás de mí que me he vuelto loco, ¿verdad? Sí, estoy loco,
y loco de remate. Tú sabes que en la locura hay monomanías. Pues bien, la mía
es la de creer que me quieres. Ya ves que soy un loquito pacífico.
Hoy
es sábado, día que le había dedicado a mi niña por entero, ¿qué le diré más?
¡Ah, ya! Se me olvidaba contarle una cosita, una cosita muy calladita… Chist…
Tuve
una novita en miniatura, la cosa más chiquitita del mundo. Figúrate que tenía 8
años. No era bonita ni fea, muy graciosita sí. Todos los días le compraba sus
caramelos. Y ella, muy mona, me decía “Gracias, señor”. Pierrot y Colombina (pero una Colombina de porcelana mayólica y puesta sobre una consola para poder
estar a la altura de Pierrot) no se hubieran querido más. Un día, Pierrot,
desgraciado, no vio más a Colombina; se había ido. No del brazo de Arlequín,
sonriente, sino en brazos de su nana y con sus Señores Papás.
¿Sabes por qué Pierrot quiso tanto a
su dije? Por dos razones: primero (ya sabes que este pícaro Pierrot es afecto a
la poesía), porque se llamaba Aurora; después, porque le decían “La Rora”.
Adiós,
monina. Pierrot no está triste, pues dice (a mí me lo ha contado) que si perdió
el facsímile, le quedó el autógrafo, isn´t it?
José
Luis
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